Apocalipsis de insectos en el antropoceno
‘La pregunta es si cualquier civilización puede librar una guerra sin cuartel contra la vida sin destruirse a sí misma y sin perder el derecho a que la llamen civilizada/1.’
Han pasado seis decenios desde que Rachel Carson escribió su brillante libro Silent Spring [Primavera silenciosa], calificado a menudo de obra fundacional del movimiento medioambiental moderno. El propósito de Carson era detener la matanza de insectos, y muchas personas creyeron que su causa había triunfado cuando se puso fin al uso extendido de DDT. La victoria duró muy poco.
Cuando se publicó Silent Spring, mi familia acababa de trasladarse a una zona rural del este de Ontario. Como adolescente, no me gustó nada tener que abandonar la vida social urbana, pero quedé cautivado por visiones que jamás había percibido en la ciudad. En particular, en verano un campo cercano a la casa estaba lleno, durante el día, de mariposas monarca, y durante la noche, de luciérnagas. Estuve muchas horas contemplando el espectáculo ofrecido por los insectos.
Lis y yo seguimos viviendo en esa casa, y el campo sigue allí, asilvestrado, pero desde hace decenios ya no hemos visto ninguna monarca ni luciérnaga. La matanza incesante de estos animales de seis patas es mayor, y más dañina, que lo que podría haber imaginado Rachel Carson.]
El 3 de febrero, un informe exhaustivo mostró que el 80 % de las especies de mariposas en el Reino Unido han visto reducidas su abundancia o distribución desde la década de 1970, y la mitad de ellas están catalogadas actualmente como especies amenazadas o casi amenazadas/2. Puesto que las mariposas son de lejos los insectos cuyo seguimiento es más intenso, su declive es algo así como el proverbial canario cuyo desmayo avisaba a los mineros de carbón que estaba acumulándose el grisú. Si hay menos mariposas, es probable que también haya menos insectos de todas las especies.
En la misma fecha, científicos de la Academia de Ciencias Agrícolas de China informaron de que desde 2005 ha habido un declive constante de las 98 especies de insectos voladores que migran todos los años a través de la bahía de Bohai entre China y Corea. El número de insectos herbívoros ha disminuido un 8 % y el de insectos predadores que los comen ha caído cerca de un 20 %. Los autores dicen que los datos identifican “un declive crítico de la diversidad funcional (de los insectos) y una pérdida constante de resiliencia ecológica en todo el este de Asia/3.”
Estos estudios, realizados en dos extremos opuestos del planeta, son una nueva prueba de que está produciéndose un rápido declive a escala mundial de las poblaciones de insectos. Mientras la mayoría de grupos conservacionistas ilustran sus discursos de captación de fondos con fotografías de osos panda, tigres y aves raras, el declive generalizado de insectos representa la mayor amenaza para todos los seres vivos en el antropoceno. Scott Black, director ejecutivo de Xerces Society, una organización sin ánimo de lucro que insiste en la protección de los insectos y otros invertebrados, resume el peligro en pocas palabras:
Por muy mal que tratemos el planeta, desapareceremos antes de que lo hagan los insectos. Pero lo que veremos será menos aves en el cielo, si es que veremos alguna. Si queréis aves, necesitáis insectos. Si queréis frutas y verduras, necesitáis insectos. Si queréis suelos sanos, necesitáis insectos. Si queréis comunidades vegetales diversas, necesitáis insectos/4.
Los insectos son un factor crucial en lo que Karl Marx llamó el metabolismo universal de la naturaleza, el reciclado constante de energía y materia que hace posible la vida. Los artrópodos ‒sobre todo insectos, pero también arañas, ácaros, ciempiés y miriápodos‒ polinizan el 80 % de todas las plantas, reciclan los nutrientes esenciales de la vida, crean suelos sanos y fértiles, purifican el agua y son el alimento primario de muchas aves y otros animales. Si desaparecieran en su totalidad, la biosfera colapsaría y la humanidad ya no duraría mucho.

La mayoría de peces, anfibios, aves y mamíferos acabarían de extinguirse no mucho más tarde. Después les seguirían el grueso de las plantas de flor y con ellas la estructura física de la mayoría de bosques y otros hábitats terrestres de todo el mundo. La tierra se pudriría. A medida que la vegetación muerta se acumulara y se secara, estrechando y taponando los canales de los ciclos de nutrientes, sucumbirían otras formas complejas de vegetación, y con ellas los últimos remanentes de vertebrados. Los hongos que quedaran, después de experimentar una explosión poblacional de grandes proporciones, también perecerían. Al cabo de unos pocos decenios, el mundo volvería al estado de hace mil millones de años, poblado principalmente por bacterias, algas y otras pocas plantas multicelulares muy simples/5.
Está claro que la desaparición de todos los insectos no es probable dentro de un futuro previsible: en efecto, es probable que algunos insectos sobrevivan a la humanidad. La que sí está demostrada es una combinación de extinciones totales y drásticos declives poblacionales, que algunos científicos denominan defaunación. “Si no se controla, la defaunación no solo constituirá un rasgo distintivo de la sexta extinción masiva del planeta, sino también un motor de profundas transformaciones globales en el funcionamiento de los ecosistemas/6.”
La mayoría de registros de seres vivos se centran en mamíferos, aves, peces y reptiles, pero de hecho la amplia mayoría de animales son insectos. Nadie sabe exactamente cuántos hay, pero una buena estimación los cifra en 10 trillones ‒un 10 seguido de 18 ceros‒, bastante más de mil millones de insectos por cada ser humano. Juntos pesan sustancialmente más que todos los demás tipos de animales (incluidos los humanos) sumados. Su variedad es inmensa: tan solo en EE UU hay unas 23.700 especies de escarabajos, 19.600 especies de moscas, 17.500 especies de hormigas, abejas y avispas, y 11.500 especies de polillas y mariposas. A escala mundial se han catalogado un millón de especies de insectos y se piensa que todavía no se han identificado o nombrado otros cuatro millones. Al ritmo actual, muchas de ellas desaparecerán antes incluso de que la humanidad sepa que existen.
Con poblaciones tan enormes, es difícil imaginar que todas ellas o siquiera una parte significativa pudieran estar en riesgo. Aparte de las mariposas, que son hermosas, y de las abejas melíferas, que son beneficiosas, hasta hace poco apenas se hablaba, en los informes sobre la pérdida de biodiversidad, de las amenazas que pesan sobre la vida de los insectos/7. The Sixth Extinction [La sexta extinción], el premiado libro de Elizabeth Kolbert publicado en 2014, por ejemplo, solo se refiere brevemente al declive de los insectos como una consecuencia difícil de medir de la deforestación de la Amazonia. Dodging Extinction, de Anthony Barnosky, publicado asimismo en 2014, menciona de pasada los insectos apenas dos veces, mientras que The Uninhabitable Earth [El planeta inhóspito], el éxito de ventas de David Wallace-Wells publicado en 2019, contiene nada más que tres párrafos sobre los insectos.
Estos autores no dejaron de lado arbitrariamente a nuestros parientes hexápodos: sus omisiones reflejaron un vacío arraigado en la literatura científica. Aunque los entomólogos habían publicado muchos informes sobre la biología y el comportamiento de determinadas especies, eran pocos quienes habían examinado o medido la evolución tendencial de las poblaciones de insectos en el tiempo. Incluso entre las abejas, uno de los grupos de insectos más estudiados, la Academia Nacional de Ciencias de EE UU lamentó en 2007 que “carecemos de datos poblacionales de periodos prolongados y nuestros conocimientos de su ecología básica son incompletos”/8.
En octubre de 2017 se produjo una inflexión cuando doce científicos y científicas europeas publicaron un informe pionero sobre el declive de los insectos voladores en áreas de protección de la naturaleza de Alemania. Durante cerca de tres decenios, miembros de la Sociedad Entomológica de Krefeld, compuesta por personas voluntarias, habían estado capturando y contando insectos en 63 reservas naturales con ayuda de trampas en forma de carpas. Un análisis de sus registros, publicado en la revista PLOS One, reveló una tendencia alarmante que afectaba a abejas, avispas, mariposas, moscas, escarabajos y otros insectos.
Nuestros resultados documentan un drástico declive de la biomasa media de insectos voladores del 76 % (hasta el 82 % en pleno verano) en apenas 27 años en áreas de protección de la naturaleza de Alemania. […] El declive generalizado de la biomasa de insectos es alarmante, máxime teniendo en cuenta que todas las trampas se hallaban en áreas protegidas que se supone han de preservar funciones de los ecosistemas y la biodiversidad. Mientras que el declive gradual de especies raras de insectos se conoce desde hace algún tiempo (por ejemplo, de mariposas especializadas), nuestros resultados ilustran un declive rápido y continuo de la cantidad total de insectos voladores activos en el tiempo y el espacio/9.
En 2018, otro grupo de científicos mostró que entre 2008 y 2017 había habido un declive sustancial de la diversidad de insectos, su biomasa y su abundancia en zonas de pastos y bosques de Alemania, y un estudio publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences reveló que las poblaciones de insectos en bosques tropicales de Puerto Rico habían descendido nada menos que un 98 % desde la década de 1970/10. A pesar de que hubo dudas sobre ciertas cifras y la metodología, ahora existen, como escribió el conocido ecologista británico William Kunin en la prestigiosa revista Nature, “pruebas contundentes de declives de insectos”/11.
Estos hallazgos movieron a ecologistas y entomólogas de todo el mundo a desenterrar antiguos estudios y registros, buscando datos que pudieran servir para medir las variaciones de las poblaciones de insectos. En 2019, la revista Biological Conservation publicó una reseña detallada de 73 estudios de declives de insectos publicados.
Partiendo de nuestra recopilación de informes científicos publicados calculamos que la proporción actual de especies de insectos en declive (41 %) duplica la de los vertebrados, y la velocidad de extinción de especies locales (10 %) es ocho veces mayor, lo que confirma hallazgos anteriores. Actualmente, alrededor de un tercio de todas las especies de insectos están amenazadas de extinción en los países estudiados. Además, todos los años se añaden a la lista alrededor del 1 % de todas las especies de insectos, y este descenso de la biodiversidad comporta una pérdida de biomasa en todo el mundo del 2,5 % anual/12.
Desde entonces, como ilustran los estudios citados al comienzo de este artículo, han proliferado las investigaciones sobre poblaciones de insectos. En febrero de 2023, Google halló más de 30.600 referencias de “insectos en peligro”, y Google Scholar más de 1.000 publicaciones académicas. Para una recopilación accesible de las últimas investigaciones recomiendo encarecidamente dos libros recientes, Silent Earth, de Dave Goulson, y The Insect Crisis, de Oliver Milman. Ambos están escritos por autores serios que huyen del sensacionalismo, y uno habla de “apocalipsis de insectos” y el otro califica el declive de las poblaciones de insectos de “una situación nefasta [que] apenas se puede abarcar”/13.
En The Cosmic Oasis, una historia de la biosfera publicada en 2022, dos destacados científicos especializados en el antropoceno, Mark Williams y Jan Zalasiewicz, advierten de que es imposible exagerar la amenaza que supone el declive de la vida de los insectos que ha confirmado la investigación reciente.
Algo así como dos quintas partes de las especies de insectos de todo el mundo pueden estar amenazadas de extinción en pocas décadas; están siendo exterminadas de forma generalizada tanto en medios urbanos como rurales, y diezmadas por la contaminación en entornos acuáticos. […] Dado que los insectos están profundamente integrados en el funcionamiento de los ecosistemas de la Tierra, una pérdida importante de su número y su diversidad tendría consecuencias incalculables; en efecto, es probable que causaran un colapso general de los ecosistemas, incluidos los que nos sostienen/14.
En los años que siguieron a la segunda guerra mundial, el capitalismo global cruzó el umbral de la extralimitación con efectos devastadores en la biosfera. Impulsada por los combustibles fósiles y la petroquímica, la gran aceleración puso fin a 12.000 años de relativa estabilidad medioambiental y climática en la época del holoceno e inauguró la época del antropoceno. Tal como concluyó en 2004 el informe de síntesis del Programa Internacional Geosfera-Biosfera (IGBP):
La segunda mitad del siglo XX es única en toda la historia de la existencia humana sobre la Tierra. Muchas actividades humanas alcanzaron la velocidad de despegue en algún momento del siglo XX y se aceleraron vertiginosamente hacia finales de siglo. No cabe duda de que los últimos 50 años han asistido a la transformación más rápida de la relación con el mundo natural en la historia humana/1.
El informe del IGBP incluía gráficos que ilustraban aumentos sin precedentes de la actividad humana y de la destrucción medioambiente global, iniciados alrededor de 1950/2. Uno, titulado Biodiversidad Global, mostraba el ritmo de extinción de especies animales, que los autores y autoras cifraron en cien a mil veces mayor que los ritmos de extinción natural del pasado/3. Como indicación de la escasez de estudios sobre insectos en los comentarios sobre la pérdida de biodiversidad señalaré que en estos se habla de mamíferos, peces, aves, anfibios y reptiles, pero no de insectos ni otros invertebrados/4.
Como hemos visto, la investigación reciente ha cambiado decisivamente esta situación. No solo están en declive las poblaciones de insectos, sino que están menguando más rápidamente que otros animales. Los insectos constituyen la mitad del millón de especies animales que la ciencia cree que están amenazadas de extinción durante este siglo/5. La población mundial de insectos se halla entre las principales víctimas de la gran aceleración. Si esta continúa, su rápido declive pasará a ser uno de los rasgos distintivos más mortíferos del antropoceno.
Concentración y simplificación
El principal factor que contribuye al declive de los insectos es la destrucción de hábitats, en particular el papel de la agricultura industrial en el desalojo de incontables especies de sus moradas. Otros hábitats de insectos se han alterado o destruido, pero las tierras de cultivo son un factor crítico debido a su amplitud: la agricultura ocupa el 36 % de toda la superficie terrestre y el 50 % de la superficie habitable. Dentro de esta enorme área existen inmensas zonas donde se libra lo que cabe calificar razonablemente de guerra contra los insectos.
Toda actividad agropecuaria altera los ecosistemas locales y la vida de los insectos, pero tal como explica el ecologista Tony Weis, hasta hace poco una agricultura exitosa exigía trabajar al máximo posible con el entorno natural, no contra él:
En toda la historia, la viabilidad a largo plazo de los paisajes agrarios ha dependido del mantenimiento de la diversidad funcional de los suelos, las especies cultivadas (y el plasma germinal de las semillas dentro de cada especie), árboles, animales e insectos para mantener el equilibrio ecológico y los ciclos de los nutrientes. Con este fin, los agroecosistemas se gestionaban con una variedad de técnicas diferentes, como el multicultivo, las rotaciones, los abonos verdes (reintegrando en el suelo los tejidos vegetales no descompuestos, normalmente de leguminosas ricas en nitrógeno), el barbecho, la agrosilvicultura, la cuidadosa selección de semillas y la integración de pequeñas poblaciones de animales/6.
Las décadas posteriores a la segunda guerra mundial trajeron el equivalente agrícola de la revolución industrial del siglo XIX: el paso de la pequeña producción de mercancías a la producción masiva a gran escala, dependiente de los combustibles fósiles. Mientras la mayoría de explotaciones todavía eran de propiedad familiar, las decisiones sobre qué cultivos producir y cómo producirlos se realizaban cada vez más en las salas de juntas de las grandes empresas. Las agroecologistas Ivette Perfecto, John Vandermeer y Angus Wright describen la revolución metabólica de la producción de alimentos:
La capitalización de la agricultura después de la segunda guerra mundial se llevó a cabo primero mediante la sustitución de insumos que se generaban desde dentro de la propia explotación por otros que se fabricaban en otra parte y que había que comprar. Empezando con la temprana mecanización de la agricultura, en que se sustituyó la tracción animal por la tracción mecánica, siguiendo con la sustitución del compost y los abonos por fertilizantes sintéticos y el control tradicional y biológico por los plaguicidas, la historia del desarrollo tecnológico de la agricultura fue un proceso de capitalización que comportó la reducción del valor añadido dentro de la propia explotación. En las explotaciones actuales, el trabajo viene de Caterpillar o John Deere, la energía de Exxon/Mobil, el fertilizante de DuPont, y la gestión de plagas de Dow o Monsanto. Las semillas, literalmente el germen que hace posible la agricultura, han sido patentadas y es preciso comprarlas/7.
El auge de la producción agraria durante a posguerra se basó en una amplia variedad de nuevas tecnologías, como los equipos mecánicos, forrajes industriales, fertilizantes sintéticos y semillas patentadas. Los nuevos insumos funcionaban muy bien, pero tal como señala la historiadora de la agricultura Michelle Mart, “la revolución tecnológica de la agricultura fue más accesible para unos que para otros”.

Muchas pequeñas explotaciones familiares no podían permitirse las fuertes inversiones necesarias para acceder a las nuevas tecnologías, ni tampoco disponían de las grandes extensiones de tierras que se precisan para que las tecnologías sean económicamente viables. Hacia 1955, los costes operativos totales de una explotación media se habían triplicado en comparación con apenas quince años antes, precipitando una caída del número de explotaciones y del número de personas que trabajaban en el campo. De 1939 a 1950, el número de explotaciones en EE UU descendió un 40 %, y volvió a caer casi otro 50 % entre 1960 y 1970, mientras que el tamaño de la explotación media creció 2 acres cada año/8.
De acuerdo con el Departamento de Agricultura estadounidense, en 2012 “el 36 % de todas las tierras de cultivo se hallaban en explotaciones que contaban con 2.000 acres por lo menos de tierras de cultivo, un 15 % más que en 1987/9.” Aunque tan solo alrededor del 12 % de las explotaciones agrarias de EE UU pueden considerarse entidades comerciales muy grandes, abarcan el 88 % de los ingresos netos anuales de todas las explotaciones/10.
En Norteamérica y Europa, las grandes explotaciones se formaron normalmente mediante la fusión de otras más pequeñas. En el Sur global, la deforestación constituye el primer paso: todos los años se talan unos cinco millones de hectáreas de bosque y se sustituyen por grandes explotaciones agrarias y ranchos gestionados por grandes empresas/11. Entre 1980 y 2000, más de la mitad de las nuevas tierras agrícolas en el trópico fueron fruto de la tala de bosques. Entre 2000 y 2010, la proporción aumentó al 80 %/12.
Una gestión rentable de las grandes explotaciones con maquinaria cara requiere especialización. Cada tipo de cultivo tiene sus propios requisitos particulares, de modo que en vez de comprar múltiples tipos de máquinas, los campesinos se centraron en alguna especie concreta: solo maíz, o solo trigo, o solo soja, etc. La matriz de campos en que crecen diferentes cultivos, tan característica de la agricultura tradicional, fue sustituida por vastas extensiones con plantas genéticamente idénticas. La mayoría de cercas, setos, boscajes y humedales ‒hábitats de pequeños mamíferos, aves e insectos‒ se eliminaron para maximizar la producción y permitir que las máquinas accedieran a la totalidad del espacio.
Todavía quedan millones de pequeñas explotaciones que producen cultivos múltiples, pero en todas partes la producción y la comercialización están dominadas por un pequeño número de explotaciones enormes, de las que cada una apenas cultiva o cría una o dos especies de plantas o animales. En todo el mundo, alrededor del 75 % de las variedades cultivadas han desaparecido efectivamente de los mercados agrícolas, quedando justo nueve especies de plantas que ahora abarcan dos tercios de todos los cultivos. Como comenta Michael Pollen, esto tiene importantes implicaciones para las dietas humanas: “Resulta que el gran edificio de variedad y posibilidades de elección que es un supermercado estadounidense se basa en un fundamento biológico notablemente estrecho, formado por un pequeño grupo de plantas en que predomina una única especie: Zea mays, la gramínea gigante tropical que la mayoría de estadounidenses llaman corn [maíz]/13.”
El historiador de la ecología Donald Worster califica la transformación agrícola del siglo XX de “simplificación radical del orden ecológico natural”.
Lo que antes era una comunidad biológica de plantas y animales tan compleja que la ciencia difícilmente puede abarcarla, que había sido modificado por los agricultores tradicionales para convertirlo en un sistema todavía muy diversificado de cultivo de alimentos locales y otros materiales, se han convertido cada vez más en un aparato rígidamente programado que compite en vastos mercados por el éxito económico. En lenguaje actual, este nuevo tipo de agroecosistema lo llamamos monocultivo, que designa una parte de la naturaleza que se ha reconstituido hasta el punto de que cultiva una única especie, que crece en un territorio por el mero hecho de que en alguna parte tiene una sólida demanda del mercado/14.
Esta “desconexión de los procesos naturales entre sí y su extrema simplificación” es, como escribe John Bellamy Foster, “una tendencia intrínseca del desarrollo capitalista/15.” Para un sistema económico que se dirige constantemente a la simplificación y mercantilización de todas las cosas, los millones de especies de insectos constituyen una complicación innecesaria e indeseada.
El cambio al monocultivo ha reducido de por sí sustancialmente la diversidad de insectos. Algunos insectos han evolucionado para poder vivir en cualquier parte, pero muchos no pueden sobrevivir sin el acceso a determinadas plantas. Las mariposas monarca, por ejemplo, solo pueden comer hojas de algodoncillo, y sus huevos no eclosionarán si se ponen en cualquier otra planta. La simplificación de millones de hectáreas ha reducido radicalmente el número de mariposas monarca, junto con otras muchas especies especializadas en un hábitat. Para ellas, miles de hectáreas dedicadas al maíz, o a la soja o al trigo son como desiertos, por mucho que aporten alimentos y sustento.
Pero la agricultura industrial no se limita a eliminar pasivamente el sustento de los insectos, sino que los ataca agresivamente.
Entre diciembre de 2018 y febrero de 2019, apicultores del sur de Brasil hallaron muertas más de quinientos millones de abejas melíferas. Si hubieran contado también las abejas silvestres, el peaje de muertes habría sido probablemente muchas veces mayor. La causa principal, según mostraron los análisis de laboratorio, fue la exposición a plaguicidas sintéticos/1.
El primer plaguicida sintético producido masivamente, el diclorodifeniltricloroetano, más conocido por la sigla DDT, inició su vida comercial como arma de guerra, una invención mágica que protegía a las tropas estadounidenses en Asia y África de la malaria, el tifus y otras enfermedades. La revista Time, propagandista del belicismo de EE UU, lo calificó de “uno de los grandes descubrimientos científicos de la segunda guerra mundial”/2. Era barato y fácil de producir, y tal como escribió Rachel Carson en Silent Spring, este y otros insecticidas sintéticos eran muchísimo más mortíferos que cualquier producto anterior.
Tienen el inmenso poder de no solo envenenar, sino también de interferir en los procesos más vitales del organismo y alterarlos de forma siniestra y a menudo letal. Así, como veremos, destruyen las enzimas cuya función consiste en proteger el organismo, bloquean los procesos de oxidación que suministran energía al organismo, impiden el funcionamiento normal de diversos órganos y pueden desencadenar en ciertas células el cambio lento e irreversible que conduce a la malignidad/3.
Autorizado para uso civil en 1945, el DDT estuvo vinculado inseparablemente al ascenso de la agricultura de monocultivo a gran escala. Un campesino que plantaba una única especie vegetal creaba un bufé apetitoso para las pocas especies de insectos que se alimentaban de esa planta, al tiempo que denegaba el sustento a sus depredadores. El DDT reforzaba los monocultivos al eliminar los insectos que atraían. Anuncios como este decía a los campesinos y los consumidores que el DDT era un “benefactor de la humanidad”.
Sin embargo, la experiencia demostró pronto que no era un producto inocuo.
Como escribió Carson, “los insecticidas no son venenos selectivos: no liquidan únicamente la especie que queremos eliminar”/4. Morían las aves que comían insectos a los que se había aplicado DDT, al igual que los peces de los ríos próximos a los campos rociados. Los apicultores de la zona perdían cientos de colmenas cuando se aplicaba DDT a alguna huerta cercana. El veneno entró en las cadenas alimentarias: las aves que comían los pequeños animales que se alimentaban de insectos expuestos a DDT ponían huevos de cáscara tan fina que esta se rompía antes de que pudieran madurar las crías. Morían trabajadores del campo envenenados por un plaguicida, y a finales de la década de 1950 ya quedó probado que el DDT y otros plaguicidas muy utilizados eran carcinógenos.
Igual que los climatólogos de hoy, Carson se enfrentó a una infame campaña del sector químico para desacreditarla personalmente a ella y a la ciencia ecológica en general, pero al final ‒tristemente, después de su muerte‒ prohibieron el DDT para la mayoría de usos en Norteamérica y Europa en la década de 1970. Nueve plaguicidas organoclorados, incluido el DDT, fueron prohibidos en todo el mundo mediante un tratado internacional que entró en vigor en 2004.

Sin embargo, las leyes y los tratados van muy a la zaga de la realidad agroquímica. La industria química se gastó fortunas en sustituir el DDT por otros venenos. La producción de plaguicidas y su uso se han extendido enormemente desde los tiempos de Carson, y los productos más utilizados son más letales que lo que ella podría haber imaginado. La guerra química prolongada de la agricultura capitalista contra los insectos ha pasado a ser un importante factor del declive y la extinción de estos, y una inmensa industria agroquímica se ha beneficiado con esta matanza. Como escribió recientemente el ambientalista canadiense Nick Gottlieb, el movimiento medioambiental aprendió la lección equivocada de Silent Spring.
El movimiento se basó en la idea de que el conocimiento público era todo lo que hacía falta, pero no comprendió la parte más radical del análisis de Carson: que la devastación se debía ante todo al deseo de crear mercados para su industria química superproductiva, no a alguna especie de demanda de veneno innata, impulsada por el consumo… Carson nos ofreció una descripción viva y convincente del mundo infértil que estaba creando la industria química. Pero tras ello se escondía una claro análisis del porqué de esta dinámica: el impulso intrínseco a la acumulación dentro del capitalismo y la voluntad de las grandes empresas y los capitalistas de usar todo instrumento disponible, incluido el propio Estado, para crear mercados e incrementar las ganancias/5.
Una de las advertencias más lúcidas de Carson era la de que los agricultores se verían forzados a usar cantidades crecientes de plaguicidas porque los organismos atacados desarrollarían inmunidad: “el control químico se autoperpetúa, pues necesita una repetición frecuente y costosa”/6. Décadas después, la rutina insecticida se mueve con mayor rapidez que nunca, como muestra el entomólogo británico Dave Goulson.
De acuerdo con las estadísticas oficiales, en 1990 los agricultores del Reino Unido trataron 45 millones de hectáreas de tierras de cultivo con plaguicidas. En 2016, la cifra había aumentado a 73 millones de hectáreas. La extensión real de las tierras de cultivo era exactamente la misma, de 4,5 millones de hectáreas. Por tanto, cada parcela se trató en promedio diez veces en 1990, subiendo a 16,4 veces en 20I6, un incremento de casi el 70 % en apenas 26 años/7.
Cuando Carson escribió Silent Spring, la industria de plaguicidas producía suficiente veneno para aplicar media libra a cada acre de tierra de cultivo en el mundo. Hoy produce el triple de esa cantidad. Como dice Nick Gottlieb, la resistencia a los plaguicidas no es un problema para los fabricantes químicos, es un plan de negocio/8.
Este plan de negocio no solo contempla la venta de más exterminadores químicos, sino también el desarrollo y la venta de productos más letales. El declive de la población de insectos en el siglo XXI se ha acelerado no solo a causa de la aplicación de dosis más altas de veneno, sino también debido a la promoción de una nueva generación de supervenenos.
Los agricultores saben desde hace tiempo que se puede preparar un insecticida natural poniendo tabaco en remojo en agua y añadiendo un poco de detergente para que se vuelva pegajoso. Rociada sobre frutas y vegetales, la solución de nicotina es un veneno de contacto que mata los pulgones y otros insectos succionadores. En 1992, Bayer introdujo un producto químico afín ‒neonicotinoide significa nuevo similar a la nicotina‒ y en tres años ya había capturado el 85 % del mercado mundial de insecticidas. En 2016, las ventas de Bayer y media docena de otros fabricantes superaron los 3.000 millones de dólares en un año, con lo que el producto pasó a ser el insecticida más utilizado y rentable del mundo.

Veneno ubicuo. Uso de neonicotinoides por tipo de cultivo en EE UU, 1992 a 2014. (Fuente: Agricultural & Environmental Letters, octubre de 2017. CC BY-NC-ND 4.0)
Los neonicotinoides (abreviado neonics) ofrecen tres ventajas sustanciales para el agricultor. Son menos dañinos para las personas que los insecticidas anteriores. Son fáciles de usar: la manera más común es el revestimiento de las semillas, de manera que simplemente sembrando estas ya se tiene el cultivo protegido. Y son especialmente eficaces matando insectos: una pequeña dosis puede eliminar 7.000 veces más abejas melíferas que la misma cantidad de DDT/9. Un estudio de 2019 en tierras agrícolas estadounidenses halló que “la carga de toxicidad por insecticidas en tierras agrícolas y zonas circundantes ha aumentado aproximadamente 50 veces a lo largo de las dos últimas décadas”/10.
A diferencia de la nicotina y otros muchos insecticidas, los neonics no se limitan a depositarse sobre las superficies de la planta, sino que se extienden a través de su sistema circulatorio, intoxicando todo, desde las puntas de las raíces hasta las hojas más nuevas. Tan solo alrededor del 5 % del producto químico penetra en la planta que se trata de proteger, y como los neonicotinoides son hidrosolubles, las aguas subterráneas los transportan a otras plantas y a los ríos. Dado que las semillas de los cultivos importantes de más de cien países se venden ya revestidas de insecticida, los campos de todo el mundo, no solo los tratados deliberadamente, están contaminados.
Estudios realizados por el Departamento de Agricultura de EE UU han detectado residuos de neonicotinoides en una amplia gama de productos, incluso en alimentos para bebés/11. En estudios con cientos de personas de trece ciudades chinas, realizadas en 2017, casi todos los individuos tenían el insecticida en la orina/12.
El uso generalizado de neonicotinoides contribuye de modo importante al apocalipsis de insectos, en particular al declive de los polinizadores.
Lo que debería haber sido obvio, pero que no parece haber preocupado a nadie cuando se introdujeron estos nuevos productos químicos, es que cualquier cosa que se extiende a todas las partes de la planta también penetrará en el polen y el néctar. Y por supuesto, cultivos como la colza y el girasol requieren una polinización y son populares entre muchos tipos de abejas, que se autoadministran el insecticida cuando las plantas florecen/13.
No se requieren cantidades letales de neonicotinoides para causar estragos entre los polinizadores. Tan poco como una parte por mil millones en su alimento debilita el sistema inmune de las abejas, altera su capacidad de orientación y reduce la puesta de huevos y la esperanza de vida de las reinas. A resultas de ello, los insecticidas a base de neonicotinoides han estado implicados en unos niveles de mortandad anormalmente elevados en las colmenas comerciales: en EE UU, por ejemplo, durante el invierno de 2020-2021, perecieron el 45 % de las colonias de abejas melíferas gestionadas, la segunda mortandad más grande que se ha registrado jamás/14. Se ha desarrollado todo un subsector dedicado a la cría de abejas obreras y reinas para subsanar estas pérdidas.
Nadie sabe cuántos insectos de todo tipo mueren a causa de la nueva generación de superexterminadores, pero como dice Dave Coulson, “ahora parece probable que una mayoría de todas las especies de insectos del mundo están expuestas crónicamente a productos químicos concebidos específicamente para matar insectos”/15.
Al mismo tiempo, la ingeniería genética ha hecho que las explotaciones agrícolas se vuelvan todavía más hostiles a la vida de los insectos.
/1 Will Steffen y cols., Global Change and the Earth System: A Planet Under Pressure (Springer, 2004), 231.
/2 Para la actualización de 2015 de la Gran Aceleración, véase Ian Angus, When Did the Anthropocene Begin… and Why Does It Matter?, Monthly Review, septiembre de 2015; y Ian Angus, Facing the Anthropocene: Fossil Capitalism and the Crisis of the Earth System, (Monthly Review Press, 2016) 44-45.
/3 Will Steffen y cols., Global Change and the Earth System: A Planet Under Pressure (Springer, 2004), 218.
/4 Will Steffen y cols., Global Change and the Earth System: A Planet Under Pressure (Springer, 2004), 118-119. De hecho, la palabra insecto solo aparece una vez (!) en todo el informe.
/5 Pedro Cardoso y cols., “Scientists’ Warning to Humanity on Insect Extinctions”, Biological Conservation 242 (2020).
/6 Tony Weis, The Global Food Economy: The Battle for the Future of Farming (Fernwood Publishing, 2007), 29.
/7 Ivette Perfecto, John Vandermeer y Angus Wright, Nature’s Matrix: Linking Agriculture, Conservation and Food Sovereignty (Earthscan, 2009), 50-1.
/8 Michelle Mart, Pesticides, A Love Story (University Press of Kansas, 2015), 13. (Después de comprobar las fuentes citadas por Mart, he corregido errores tipográficos en las fechas.)
/9 James M. MacDonald, Robert A. Hoppe y Doris Newton, Three Decades of Consolidation in U.S. Agriculture (USDA Economic Research Service, 2018), iii.
/10 Timothy Wise, Still Waiting for the Farm Boom: Family Farmers Worse Off Despite High Prices (Tufts University Global Development and Environment Institute, 2011), 5.
/11 Erik Stokstad, “New Global Study Reveals the ‘Staggering’ Loss of Forests Caused by Industrial Agriculture,” Science, 13/09/2018.
/12 Christine Chemnitz, “Global Insect Deaths: A Crisis Without Numbers,” en Insect Atlas 2020, ed. Paul Mundy (Friends of the Earth Europe, 2020), 15.
/13 Michael Pollan, The Omnivore’s Dilemma: A Natural History of Four Meals (Penguin Books, 2006), 18.
/14 Donald Worster, The Wealth of Nature: Environmental History and the Ecological Imagination (Oxford University Press, 1993), 58, 59.
/15 John Bellamy Foster, The Vulnerable Planet: A Short Economic History of the Environment (Monthly Review Press, 1999), 121.
Fuente; Viento Sur